20120724

Un recorrido tenue



La inexistencia de la habitación a la que llamamos hoy baño en épocas pasadas era más bien un lugar alejado de la casa que era destinado sólo para hacer las necesidades, pero que de algún modo armonizaba con lo natural, Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shòji(1) y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir.
 Cuando me encuentro en dicho lugar me complace escuchar una lluvia suave y regular. Esto me sucede, en particular, en aquellas construcciones características de las provincias orientales donde han colocado a ras del suelo unas aberturas estrechas y largas para echar los desperdicios, de manera que se puede oír, muy cerca, el apaciguante ruido de las gotas que, al caer del alero o de las hojas de los árboles, salpican el pie de las linternas de piedra y empapa el musgo de las losas antes de que las esponje el suelo. En verdad, tales lugares armonizan con el canto de los insectos, el gorjeo de los pájaros y las noches de luna; es el mejor lugar para gozar la punzante melancolía de las cosas en cada una de las cuatro estaciones, aquellas asociaciones de imágenes hacen del lugar cuyo destino es el más sórdido hacerlo exquisito, que al entrar en él y al estar bajo la sombra, lo hacen el más agradable y refinado. Al salir de este recinto, el camino puede ser largo hacia la casa que puede traer inconvenientes en el invierno por los fríos, pero este puede ser una cualidad y parte del refinamiento, pues no es lo mismo que un cuarto de baño de paredes blancas las que aquella frialdad es más bien trivial; se perderá toda gana de entregarse a la famosa “satisfacción de tipo fisiológico”.
Saliendo del recinto del retrete, y caminar por el jardín, o una galería cubierta o el sendero marcado, ver una casa japonesa con los shòji, que tienen la cualidad que desde el exterior no se pueda distinguir lo que ocurre en el interior de la casa, dejan pasar sólo la luz con un difuminado que al interior le da una cualidad, donde la sombra es la protagonista. Los objetos en una casa japonesa no brillan, ni resaltan ni llenan todos los espacios, como lo que ocurre en occidente; la vista de un objeto brillante nos produce cierto malestar. Los occidentales utilizan, incluso en la mesa, utensilios de plata, de acero, de níquel, que pulen hasta sacarles brillo, mientras que a nosotros nos horroriza todo lo que resplandece de esa manera. Nosotros también utilizamos hervidores, copas, frascos de plata, pero no se nos ocurre pulirlos como hacen ellos. Al contrario, nos gusta ver cómo se va oscureciendo su superficie y cómo, con el tiempo, se ennegrecen del todo. No hay casa donde no se haya regañado a alguna sirvienta despistada por haber bruñido los utensilios de plata, recubiertos de una valiosa pátina. Los objetos se mantienen según pasa el tiempo siendo pulidos por el uso, cómo dentro de la casa la luz no es totalmente cubridora dejando a la vista el más mínimo detalle, sino que se disipa y los utensilios, las lacas japonesas, los cristales se muestran apaciblemente, en su naturalidad y con “el lustre de la mano”, cómo decía Tanizaki “vivir en un edificio o entre utensilios que posean esa cualidad, curiosamente nos apacigua el corazón y nos tranquiliza los nervios”.
Al estar dentro de la vivienda, se puede distinguir el gran alero del exterior, que se debe su gran dimensión debido al clima y por proteger los materiales con lo que está construida la casa como son la madera, el papel de los shóji, pues no eran resistentes a las ráfagas de lluvia y de viento laterales, esta necesidad deja el interior de la casa desprovista de una luz directa del exterior dejándola en penumbras, entonces el japonés se vio obligado hacer la necesidad una virtud, teniendo sólo a la sombra, por lo que su modo de vivir y de ver las cosas tienen relación directa con esto; precisamente esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz gastada, atenuada, precaria, impregne totalmente las paredes de la vivienda, pintamos a propósito con colores neutros esas paredes enlucidas. Aunque se utilizan pinturas brillantes para las cámaras de seguridad, las cocinas o los pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre se enlucen y muy pocas veces son brillantes. Porque si brillaran se desvanecerían todo el encanto sutil y discreto de esa escasa luz.
A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apneas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás.
Al recorrer la habitación japonesa, y ver la claridad tenue, aquella luz que no tiene una definición, hace que las horas pasen sin darnos cuenta en el interior de la vivienda, pues la sombra la oculta y le da una belleza infinita al interior, una belleza que no cansa al mirarla; creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras.

(1) Tabique móvil formado por una armadura de listones de cuadrículas apretadas, sobre la que se pega un papel blanco espeso que deja pasar la luz, pero no la vista. Los shòji eran hasta hace poco el único cerramiento de la casa japonesa. Por la noche, les añaden otros tabiques (amado), también corredizos.
Hoy en día, los shòji suelen estar precedidos, o incluso sustituidos por puertas acristaladas