La
inexistencia de la habitación a la que llamamos hoy baño en épocas pasadas era
más bien un lugar alejado de la casa que era destinado sólo para hacer las
necesidades, pero que de algún modo armonizaba con lo natural, Siempre apartados del edificio principal, están
emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a
musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado
en la penumbra, bañado por la suave luz de los shòji(1) y absorto en tus
ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la
ventana, experimentas una emoción imposible de describir.
Cuando me encuentro en dicho lugar me complace
escuchar una lluvia suave y regular. Esto me sucede, en particular, en aquellas
construcciones características de las provincias orientales donde han colocado
a ras del suelo unas aberturas estrechas y largas para echar los desperdicios,
de manera que se puede oír, muy cerca, el apaciguante ruido de las gotas que,
al caer del alero o de las hojas de los árboles, salpican el pie de las
linternas de piedra y empapa el musgo de las losas antes de que las esponje el
suelo. En verdad, tales lugares armonizan con el canto de los insectos, el
gorjeo de los pájaros y las noches de luna; es el mejor lugar para gozar la
punzante melancolía de las cosas en cada una de las cuatro estaciones, aquellas
asociaciones de imágenes hacen del lugar cuyo destino es el más sórdido hacerlo
exquisito, que al entrar en él y al estar bajo la sombra, lo hacen el más
agradable y refinado. Al salir de este recinto, el camino puede ser largo hacia
la casa que puede traer inconvenientes en el invierno por los fríos, pero este
puede ser una cualidad y parte del refinamiento, pues no es lo mismo que un
cuarto de baño de paredes blancas las que aquella frialdad es más bien trivial;
se perderá toda gana de entregarse a la
famosa “satisfacción de tipo fisiológico”.
Saliendo
del recinto del retrete, y caminar por el jardín, o una galería cubierta o el
sendero marcado, ver una casa japonesa con los shòji, que tienen la cualidad
que desde el exterior no se pueda distinguir lo que ocurre en el interior de la
casa, dejan pasar sólo la luz con un difuminado que al interior le da una
cualidad, donde la sombra es la protagonista. Los objetos en una casa japonesa
no brillan, ni resaltan ni llenan todos los espacios, como lo que ocurre en
occidente; la
vista de un objeto brillante nos produce cierto malestar. Los occidentales
utilizan, incluso en la mesa, utensilios de plata, de acero, de níquel, que
pulen hasta sacarles brillo, mientras que a nosotros nos horroriza todo lo que
resplandece de esa manera. Nosotros también utilizamos hervidores, copas,
frascos de plata, pero no se nos ocurre pulirlos como hacen ellos. Al
contrario, nos gusta ver cómo se va oscureciendo su superficie y cómo, con el
tiempo, se ennegrecen del todo. No hay casa donde no se haya regañado a alguna
sirvienta despistada por haber bruñido los utensilios de plata, recubiertos de
una valiosa pátina. Los objetos se mantienen
según pasa el tiempo siendo pulidos por el uso, cómo dentro de la casa la luz
no es totalmente cubridora dejando a la vista el más mínimo detalle, sino que
se disipa y los utensilios, las lacas japonesas, los cristales se muestran
apaciblemente, en su naturalidad y con “el lustre de la mano”, cómo decía
Tanizaki “vivir en un edificio o entre
utensilios que posean esa cualidad, curiosamente nos apacigua el corazón y nos
tranquiliza los nervios”.
Al estar dentro de la vivienda, se puede distinguir el gran alero del
exterior, que se debe su gran dimensión debido al clima y por proteger los
materiales con lo que está construida la casa como son la madera, el papel de
los shóji, pues no eran resistentes a las ráfagas de lluvia y de viento
laterales, esta necesidad deja el interior de la casa desprovista de una luz
directa del exterior dejándola en penumbras, entonces el japonés se vio
obligado hacer la necesidad una virtud, teniendo sólo a la sombra, por lo que
su modo de vivir y de ver las cosas tienen relación directa con esto; precisamente esa luz indirecta y difusa es
el elemento esencial de la belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz
gastada, atenuada, precaria, impregne totalmente las paredes de la vivienda,
pintamos a propósito con colores neutros esas paredes enlucidas. Aunque se
utilizan pinturas brillantes para las cámaras de seguridad, las cocinas o los
pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre se enlucen y muy pocas veces
son brillantes. Porque si brillaran se desvanecerían todo el encanto sutil y
discreto de esa escasa luz.
A nosotros nos gusta
esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en
la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apneas un
último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa
penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás.
Al recorrer la habitación japonesa, y ver la claridad tenue, aquella luz
que no tiene una definición, hace que las horas pasen sin darnos cuenta en el
interior de la vivienda, pues la sombra la oculta y le da una belleza infinita
al interior, una belleza que no cansa al mirarla; creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de
sombras.
(1) Tabique móvil formado por una armadura de listones de cuadrículas
apretadas, sobre la que se pega un papel blanco espeso que deja pasar la luz,
pero no la vista. Los shòji eran hasta hace poco el único
cerramiento de la casa japonesa. Por la noche, les añaden otros tabiques (amado), también corredizos.
Hoy en día, los shòji suelen estar
precedidos, o incluso sustituidos por puertas acristaladas